Para hablar de la formación de un orador, por
así decirlo “perfecto” sin que este sea el
manual de un buen orador es necesario hablar de la relación entre ética
y retórica que debe haber en el discurso ya que los oradores, como lo menciona
el autor del tratado de la argumentación, son maleables cambiantes según el
auditorio llegando incluso a defender ideas en las que ni ellos mismos creen.
Como se menciona en el tratado “para
tener un sitio en las buenas cenas emplean casi siempre un lenguaje contrario a sus sentimientos”.[1]
Es en este cambio constante de los oradores donde se
va diluyendo el discurso. Si bien es necesario que el orador tenga una mente
abierta y receptiva a las necesidades del auditorio, los discursos no deberían
crearse a partir del tipo de auditorio y prácticamente ni siquiera la manera de
presentar el discurso debería cambiar puesto que cuando se apoyan los discursos
con argumentos fuertemente validados no es necesario adornar las tesis que se
van a presentar sino más bien es preciso conducir al auditorio para que comprenda mejor los
argumentos del orador; es decir, se necesitan oradores éticamente correctos a
la hora de fabricar sus discursos, congruentes con sus creencias sin miedo a las
posibles críticas o a lo que su discurso pueda provocar en el auditorio ya que
son estas reacciones las que precisamente enriquecerán el discurso pues servirán
de laboratorio de pruebas. El orador ya en su libre albedrío puede variar a su
gusto pero lo que debe aparecer como elemento invariable de su discurso es la
ya mencionada relación ética-retorica.
Es por ello que no se debe buscar el molde de un
buen orador sino la construcción de un buen discurso el cual independientemente
de los factores que actúan fuera de él se hace fácil de recibir, además de
persuadir a los integrantes del auditorio. La búsqueda de un buen discurso deja
de un lado variantes externas como la
posición social del orador o el grado de afinidad que tiene el auditorio
respecto de quien está trasmitiendo la idea y aunque este debe ser un proceso
conjunto en donde el auditorio también se debe remitir a los discursos y no al
agrado que produce este o aquel orador. Es en últimas el discurso el que sale
ganando en todo esto pues cada vez se va a fortalecer requiriendo así cada vez
mas de mejores oradores y mejores auditorios.
Lo que no podremos conseguir con los discursos es el cambio en el modo de
procesar las ideas por parte de los auditorios; es decir, si un hombre es de
extrema derecha y se le persuade para ser de su contraparte política es posible
que se consiga, pero dicho individuo será probable que ahora haga parte de la
extrema izquierda. Los hombres fanáticos de ideas o creencias varían dichas
ideas o creencias en su mayoría por el entorno donde se formaron pero el
fanatismo o la apatía son parte de su ser.
Ahora bien el discurso debe ser construido
conociendo su finalidad de convencer o persuadir; o sea, si se quiere apelar a
lo meramente racional y convencer al auditorio aun sabiendo que no por este
convencimiento se le llevará a actuar o si por otra parte lo que se quiere es
persuadir de adhesión a auditorios particulares más específicos. Esta
diferenciación unida a la ética del orador son indispensables en el momento de
construir el discurso tanto para que adquiera validez como para calcular los
alcances del mismo.